Desde mi lugar seguro

El nuevo síndrome del “opinómetro” y el temor a decir lo que se piensa.

Escribo desde mi lugar seguro. Una taza de café, audífonos que me separen intencionalmente del ruido del mundo, mi escritorio o una mesa tranquila en cualquier cafetería. Ese es el lugar físico, no es tan complicado. El lugar seguro, emocional,  es caer en la cuenta cada noche antes de dormir, que la existencia es miserable no sólo porque sea finita, sino porque sabemos dos cosas: la primera es precisamente esa: vamos a desaparecer. La segunda, que estamos vivos y existimos, somos conscientes de todo el desastre. Desde ese lugar seguro puede escribirse cualquier cosa, porque la relación costo-beneficio está siempre en desequilibrio. Cada quien convertirá esa realidad de la condición humana en aquello que le plazca. Por eso mismo el sentido de toda vida es único, el propósito con el que se viva es íntimo y la realización personal es incuestionable y sagrada.

Durante mucho tiempo tuve miedo de decir lo que pensaba, verbalizarlo en conversaciones, videos o ponerlo por escrito. Con el paso de los años he confirmado que el mundo por el que luchábamos ya no existe. No es que se haya transformado. No,  sencillamente desapareció. Como un mal chiste, este es el nuevo mundo, el de las soledades encapsuladas en píldoras festivas de redes sociales, el mundo de la prostitución del lenguaje, donde cada palabra no es ya más ese vehículo de préstamo, sino un revólver martillado a conveniencia por los de arriba; arriba en la política, los negocios de grandes proporciones y peor aún, la farándula y la industria del entretenimiento. Los de abajo creemos que nos pertenece -el lenguaje- pero hay que hacer un ejercicio muy serio de introspección para llegar a conclusiones. La mayoría de personas lo usan como mejor les convenga por temor. El miedo a perder un empleo, el castigo social y en algunos casos hasta la muerte. Yo he estado ahí. De allí vengo. He comenzado la mudanza y todavía, de vez en cuando, debo regresar a contestar correos electrónicos hurgando en mi vocabulario por la palabra complaciente; esculcar mis bolsillos para apretar algún objeto mientras me muerdo la lengua para no interrumpir al idiota de turno en su discurso insulso sobre algún tópico de moda. Aún me quedan cosas al otro lado, todavía lo habito de alguna manera y no me siento orgulloso de ello. 

Mi lugar seguro fue durante todos esos años decir cosas seguras, que no preocuparan demasiado a la gente con la que trabajaba, al amigo de turno o a la poca familia con la que coincidía en reuniones ocasionales. Así todos estarían más felices, más tranquilos. Eso pensaba yo, porque es diferente la cosa que se cree y la cosa que es. La verdad del asunto era más compleja. Mi lugar seguro era el temor a ser juzgado y a que alguien llegara a opinar contrariedades sobre mi. Era el miedo a que me observaran o trataran diferente por no pensar o creer lo que usualmente se pensaba o creía en ciertos grupos o círculos. Era consternación por encontrar algún comentario cuestionando mi visión de mundo, diciéndome que era yo quien estaba errado por mi ignorancia o insensatez sobre cualquier asunto. Durante todo ese tiempo escribí desde mi lugar seguro para otros, porque sabía que ponía en palabras todo lo que querían escuchar, que de alguna forma estaba creando un flujo de melodías envolventes para sus oídos, que mi música los entretenía y les ayudaba a reafirmarse, a sentirse convencidos de sí mismos y a validar todo lo que fundaba sus formas de vivir, representarse y moverse en el mundo. En los simposios o en los foros, en las pequeñas conferencias o simplemente entre amigos, sus ojos brillaban mientras asentían a cada frase, aplaudían sin desdén al final de las intervenciones, celebraban con brindis cada nueva conjetura siempre y cuando estuviera a su servicio y no levantara sospechas. Es muy fácil escribir y hablar así. 

Ahora escribo desde mi lugar inseguro, que es esta pequeña mazmorra edificada durante todas esas campañas de conquista, batallas por la conocimiento y la razón en lo que es esta gran guerra contemporánea por la verdad. 

Tal vez por eso escribir es una forma íntima de reconciliarse con el mundo. Ocupamos ese habitáculo hecho a nuestra medida desde donde podemos ser libremente y estar seguros de que el mundo seguirá siendo mundo con o sin nosotros. Es popular la creencia de que la opinión, entendida como doxa, pone en evidencia el grado de ignorancia de cada sujeto que se pronuncia sobre algún hecho o persona. ¡No opines sobre lo que no sabes! ¿Cómo te atreves a opinar sobre lo que nunca has vivido? ¡Si no sabe no opine! Vociferan desde atriles de ira cuando algunos nos atrevemos a revisar algún asunto social o el comportamiento de alguien con referencia a algo. No se trata de enjuiciar porque sí, más bien, desde la escritura se proponen ideas que difícilmente pueden exponerse en el discurso oral dado el nivel de riesgo en la espontaneidad y la dificultad de ordenar el pensamiento con la coherencia deseada mientras se habla. ¿Valen unas opiniones más que otras? ¿Son algunas opiniones más acertadas que otras? ¿Alcanzan mayor autoridad ciertas opiniones por venir de ciertas personas? La respuesta es sí a todo, ya que es posible elaborar juicios de valor fundamentados en el análisis, el contraste de datos y la observación atenta de fenómenos o circunstancias. Una opinión (doxa) con estas características, es un artefacto que retroalimenta la cultura, invita a expandir los márgenes que limitan cualquier asunto y en ocasiones hasta puede empujar notablemente el rigor científico aun sin serlo. Muy diferente es el comentario superficial anclado en el gusto o la preferencia. Expresar nuestros gustos públicamente no implica que allá afuera, donde el otro empieza, cada opinión sea recibida como palabra de Dios. No. Puede gustarnos o no la música que hace Bad Bunny. Respetaremos por igual a las personas en ambos grupos, tanto quienes no la consumen, como aquellos que esperan cada una de sus nuevas canciones. Nada en contra ni a favor de nadie. El parteaguas aparece cuando emitimos una opinión o juicio como: “No me gusta la música de Bad Bunny porque evidentemente no tiene talento para el canto y los arreglos en su producción musical no son sofisticados ni creativos”. ¿No es esta una opinión más cercana a la realidad? Quizás entrar a contraargumentar este juicio genere una conversación más “productiva” sobre la propuesta musical del mencionado cantante y ahí sí nos podemos sentar juntos en lados opuestos de la mesa a conversar y retroalimentar la cultura. 

No obstante, en la mayoría de ocasiones lo anterior no ocurre, porque somos pasionales y nos entregamos a la causa como si de una carnicería se tratase. La discusión entonces no se centra en aproximarnos desde dos orillas  a un punto común, sino en demostrarle al otro lo ignorante o estúpido que es y cuán equivocado está. Al reducir el intercambio de ideas a este tipo de ataques, la razón principal de la conversación  -opiniones- se diluye en el agua sangre de cada herida abierta, tomando cada ataque personal y respondiendo sin consideraciones para herir al otro en el mayor grado posible. Quién sabe más, quién ha vivido más, quién ha visto más, quién ha hecho más. Todo, desde nuestro lugar seguro. 

De todas formas yo opino que es posible opinar desde nuestro lugar seguro.

Es necesario opinar desde nuestro lugar seguro.

Debemos hacerlo. No para convencer al otro -eso a veces ocurre por su propia cuenta y con el tiempo- sino para refrescar el paisaje y proponer matices, recrear las ideas que tenemos del mundo y de nosotros mismos, invitar a pensar a otros sobre lo que a nosotros nos quita el sueño y así mismo, despertar nuestra curiosidad, dejarnos seducir por entender mejor esos asuntos complejos, multidimensionales y con diversas aristas de los cuales está hecha la realidad humana, no el mundo físico. 

Escribo desde mi lugar seguro, que algunos podrán confundir con una coraza o un tanque de guerra. Pero es más como una cabaña en alguna cumbre escarpada, poco accesible. Allí habito y desde ahí pienso y proceso mi percepción del mundo. Pero eso ocurre después de bajar al valle, caminar por la aldea y compartir con la gente. Porque todos tenemos derecho a pensar como nos plazca, vivir en nuestras cabezas y guardarnos lo que opinamos del mundo. 

También podemos poner esas ideas fuera de nosotros a través del lenguaje, de forma creativa, metafórica y ambivalente o con una prosa clara, coherente y sobria. Que el mundo nos destroce o nos ame parece ya no depender más de nosotros. Una opinión puede desatar una guerra entre 10 naciones que se han acicalado desde la hipocresía durante siglos o reconciliar a una pequeña familia en menos de lo que dura un episodio de telenovela. 

Cada quien tiene su lugar seguro en la claridad del día, nunca está de más revisarlo, quizás sea tiempo de movilizarse y edificar uno nuevo en la incertidumbre de la noche. 

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